Muchas imprecaciones, arrebatos y quizá por ahí, alguna idea que valga la pena

miércoles, septiembre 27, 2006

Y los tiempos siguen cambiando


Los parroquianos del lugar no recuerdan un alboroto semejante desde hace al menos cuarenta años. En esa época, también el mundo intentó de diversa maneras, y con éxito nulo, hincarle los dientes a un apabullante hipster que, convertido en músico, a cada movimiento dejaba tras sí una estela de maravillas, confusión y genialidad incomprensibles. Lo único que se sacó en limpio de ahí en más es que nosotros, todos nosotros, no podíamos vivir sin la sombra de Bob Dylan.

En el 2006, quizá también ante la ausencia casi agónica de mitos que aún sigan a la altura de su leyenda, Bob Dylan nos es más imprescindible que nunca. Y su música, por suerte, es más musculosa, vigorizante y sapiente que en largo tiempo.

Esta es una época de especial regocijo para el público dylaniano. Hemos presenciado un nuevo golpe de tablero, una jugada maestra de las que acostumbra. Un cambio de folio como lo fue el Festival de Newport en el 65; las sesiones de Big Pink el 67; la exorcización de sus penurias maritales a mediados de los setenta. Un nuevo hito en la era Dylan que se inició con No Direction Home, siguió con el primer volumen de sus exquisitas Crónicas y hoy sigue con Modern Times, un nuevo álbum que ha sido visto como el cierre de una trilogía, que comenzó hace nueve años con Time Out of Mind y tuvo un segunda parada en Love en Theft, en el 2001.

¿Y qué pasa con Modern Times? Es otro gran disco de Dylan, ni más ni menos, una comprobación de que se halla investido en propiedad como countryman aguardentoso, con sombrero de fieltro, botas y traje de confederado. Su voz, finalmente lo conseguiste Bob, es un oxidado y cavernoso chirrido que se da maña para escupir letras que generan esa misma sensación de profecías pronto a cumplirse, de suspicacia temporal, de llevarnos demasiado la ventaja. Bob es el anciano desdentado que pulsa su guitarra en el crepúsculo de un pueblo polvoroso sureño y, con voz de azufre, amedrenta a los incautos del lugar.

Modern Times, producido por Dylan bajo el pseudónimo de Jack Frost, es un disco fraguado en carreteras. Es el recuerdo de todos los bares por los que Dylan y su banda tocan noche tras noche, pulverizando y releyendo su repertorio clásico. Es por esto esa mezcla de blues y country urbano, apremiante, pero que da toques de elegancia y cierto relajo, en que todo ya es visto con más calma o al menos con el rictus irónico y sosegado de quien ya estuvo en eso hace ya mucho.
Y lo más importante. Aún podemos sentirnos afortunados por el mero rito de ir a una disquería y pedir el nuevo elepé de Bob Dylan. Somos sus contemporáneos y este es un gran alivio.

miércoles, septiembre 13, 2006

Música eléctrica para la mente y el cuerpo


De Canterbury con afecto. En el epicentro psicodélico -cómo cuesta acercarse siquiera a la idea de haber estado en Londres entre el 65 y el 70-, todo era perfectamente posible. The Soft Machine es la banda, junto con los Pink Floyd de Barret, que mejor epitomizaba el concepto de psicodelia británica.

Partieron en 1965 bajo el rótulo de Wilde Flowers. Nacidos en Canterbury, condado universitario y primer sitio sonde el LSD comenzó a hinchar los cerebros de los jóvenes ingleses, Robert Wyatt, Mike Ratledege, Kevin Ayers y un especimen peligroso venido de Ultramar, David Allen, iniciaron el tránsito hacia el desvaríol. Allen ya agregaba a su currículum el haber trabajado nada menos que con William Burroughs, santo patrono del delirio, alucinógenos y literatura convulsiva.

En 1966 esta troupe dio forma a The Soft Machine. En el UFO londinense, centro de operaciones de la incendiaria vanguardia, se fraguó una música que hermanó al jazz, soul, alucinación y desmadre, quedando como testimonio de esta encarnación tres discos extraordinarios. El primero en grabarse pero el último en publicarse, Jet Propelled Photographs, primera incursión de la banda en estudios durante 1967. Colección de demos que podrían llamarse the proto machine y única aparición de Allen en un disco del grupo. Su prontuario anota que Inglaterra prohibió su reingreso al territorio de la corona, después de unas andanzas por Francia, por porte de "sustancias ilegales". De la inconveniencia de llamarse hippie.

En 1968, convertidos en trío, Wyatt, Ayers y Ratledege, graban Volume One, primer disco oficial, durante una gira promocional a Estados Unidos. Aquí la cosa va en serio y la máquina blanda se endurece, engrasando tuercas y pernos. Kevin Ayers, quien las hacía de bajista y frontman, se aburre poco después de la vida de músico con necesidad de mostrarse frente a fans y críticos y abandona la banda. De ahí en más se radicaría en Ibiza y como bon vivant bucólico nos ha entregado cada cierto tiempo con pereza encantadora discos de exquisito gusto.

Con la inclusión de Hugh Hopper, Soft Machine publican Volume Two en 1969. Su segunda obra maestra y de paso la última. The Soft Machine comienza un indeclinable proceso de descomposición tras la salida de Wyatt quien inicia una carrera solista ejemplar, valiente y emotiva, de la cual tuvimos un última entrega de humanidad en Cuckooland el 2004.

En los setenta Soft Machine es sinónimo de aburrimiento y academicismo nonato. Sin embargo, en este video magnífico recordamos a The Soft Machine cuando eran la flor en un hervidero de jolgorio eterno. La canción, ¨We know what you mean" no se publicó jamás oficialmente. Cosas de tener la memoria frágil a fuerza de tener la mente "ocupada" en impostergables viajes. Ojo con el público madre mía.




viernes, septiembre 08, 2006

De la vida de un típico joven inglés llamado Alex



El primer ministro irrumpe en la habitación del hospital. Aquí yace el joven descoyuntado e inmóvil, pero aún le basta con su boca para descontrolar su entorno y escupir polvorines. Es hora de hacer un acuerdo; la opinión pública exige culpables y demanda la caída de unas cuantas cabezas. El primer ministro, viejo zorro y político de olfato finísimo, sabe que Alex es su única salida.

El otrora despreciable crminal, ahora mártir, celebra la alianza con el poder. Una vez más la élite gobernante acoge, acepta y reivindica esa marginalidad suspicaz y dañina. La violencia y la disfunción serán permitidas porque quien las produce conoce los engranajes del sistema y sabe cómo hacerlo volar por los aires. Una sociedad corrupta entre el poder y el maldito.

El único pretexto que poseo para hablar de "A Clockwork Orange" -Stanley Kubrick, 1971- es, además de la incredulidad que produce una película tan pero tan magnífica, es que por estos días se cumplen 35 años desde su estreno mundial.

Como siempre con Kubrick, al ver una película suya, uno siente un aturdimientio importante. Pasan demasiadas cosas frante a nuestros ojos, pero uno es incapz de codificarlas con mediana lucidez sintiéndonos incómodos por ese tonelaje de cine presionándonos la nuca.

En su momento se la calificó de distopía, o sea una sociedad futura indeseable, pero es cada vez más evidente que es una película de una modernidad y exactitud proféticas, mostrando una sociedad indefensa frente a un tipo de violencia centrífuga que se genera ya no en la precariedad o el despojo, sino en seres desequilibrados burgueses que escuchan Beethoveen. La cultura no limpia sus espíritus sino que refina la ferocidad del demente.

Kubrick, haría lo mismo en The Shining tiempo después, utiliza una serie de técnicas, como el uso del gran angular, con el fin de entregar la sensación asfixiante de un mundo frío y catedralicio, donde el color se impregna en las cosas como laca radioactiva.

La música con el sintetizador Moog, a cargo de Wendy Carlos, espeluznantemente sofisticada, ejemplificando con un modo casi vodevilesco la grotesca pesadilla.

La novela de Anthony Burgess, valga decirlo, carecía de ese nihilismo rampante. Inclusive, en el texto Alexander resuelve regenerarse definitivamente. Elipsis que para Stanley debe haber sido innecesaria y poco real.

También se nos muestra una sociedad mediatizada hasta la indecencia, enfermiza, voluble y miserable. Traiciona y redime la maledicencia; exige culpables y otorga clemencia al mismo tiempo.

No olvidemos a Malcolm McDowell y el que fue el papel de su vida. Debió someterse a un intenso tratamiento psicológico después del colapso al que fue llevado por las exigencias del papel y del desalmado Kubrick. Como anécdota se cuenta que en una las grabaciones, McDowell sufrió un corte de cuidado en su ojo. Ante esto, Kubrick le dijo escueto "ok, te enfocaré el otro ojo".

A Clockwork Orange es una película que nos hace creer que el cine es simplemente el único arte que quedará en pie para dar cuenta de la caída del hombre. Pero la verdad es que era Stanley Kubrick el único hombre capaz de aquello.

miércoles, septiembre 06, 2006

Nicanor Parra S.A.I.C


Cuesta poco sorprender a la ciudadanía chilena. Un perro con el culo caído y un poco de arestín hasta ameritaría un late show. Y esto se lo sabe como rezo, o más bien como fórmula cuántica, ese viejo zorro de Nicanor Parra. Quizá a fin de cuenta eso que él ha llamado durante más de cincuenta años la antipoesía, sea hoy un concepto que nos dice algo así como “simulacro de arte, simulacro de risas, simulacro de irreverencia”. Un término de márketing, un eslogan publicitario tal como “la sed es todo, obedece a tu sed” o “da confianza”.

Obras públicas, su última exposición, apañada con bombos, controversia de baje estofa y harto polvo de hornear para que la masa cunda, muestra que Nicanor ya está muy poco interesando en remecer algo sino simplemente en dejarse abrigar en ese cálido manto que lo inviste como nuestro patriarca loco de la poesía, un mito viviente que con solo echar sus canas en un tarro de leche concitará la atención que ya se quisieran escritores de medios y carisma inferiores.

Le han dado duro, eso sí, no se las llevado peladas. Los esteticistas critican el montaje, que no tiene concepto, que es casi una instalación hecha por estudiantes de enseñanza básica, que son todos desechos absolutamente “pasados por agua”, “que apenas dan para sketch” y que patatín y patatán.

Todos sabemos que la crítica de salón poco importa cuando el triunfo ya se ha dirimido, está en la calle y ya comienza la fiesta. A la gente la exposición le gusta, hay cosas que no entiende, otras que le pueden parecer hasta aburridas y absurdas, pero hay una atmósfera de solemnidad, de enaltecimiento propio -al ingresar a la explanada- que nos reclama respeto y admiración cómplice frente a la bacinica con tapa de olla refrendada con una talla fomísima garrapateada en un papelógrafo atorrante. Es cultura, según se nos dice, y nadie le puede negar al pueblo su día anual de encuentro con la inspiración del vate, por dudoso o senil que éste sea.

Don Nicanor, usted ha escrito cosas del porte de un buque pero de ésta no pasa indemne. Nos ha vendido la pomada fresca y bien envuelta y se la hemos comprado completa. El establishment culturoso concertacionista, el esnob parriano, el padre de familia que no tiene nada mejor que hacer un domingo que ir a ver con su prole sus boletos de micros y zapatillas rajadas como pseudos símbolos de poética urbana. Todos le llevamos el amén a sus instalaciones “disparratadas”, como dijese la Presidenta. En fin, se las sabe usted por libro. Pero en sus Obras Públicas, me perdonará usted, hay tanta impenitencia como en tomar cerveza de la botella. A otro parra con ese hueso.