El Código del Mal Gusto
Casi no hay nada peor que una controversia global, pandémica, en que se crucen dos cosas tan ajenas como el arte y la religión; no hay por donde. Diálogo de sordos o, como diría Borges, "la pelea de dos calvos por el peine". Lo definitivamente desastroso es cuando lo que provoca el debate no es ya una obra artística, sino un engrudo culturoso, viroso y risible como El Código Da Vinci. Aquí los alcances del estropicio son como para meterse debajo de la cama por una temporada.
El derecho de leer basura
Sí, no hay nada malo en leer literatura dudosa; libros que buscan el efectismo apelando a truquillos muy avispados. Combinar un poquito de inexactitudes religiosas, aludir a espionajes y conspiraciones -a quien no le gusta ver a la CIA, la KGB o el organismo de inteligencia de turno maquinando el ocultamiento de la prueba final de que Elvis sí está vivo-, un poco de farfullo y ya tenemos un plato con la contundencia de una jalea de vainilla pero de insuperable versatilidad. Se asegura público si se pasan a llevar cuestiones tan monolíticas e indiscutibles como profetas, santos, mesías y pontífices. Los centuriones de lo sacro alzan la voz y exigen rectificaciones que, desde luego, a nadie le importa dárselas.
Leer el Código Da Vinci y aportar al erario personal de Dan Brown -un tipo que aún no puede creer que con tan poco talento e ideas tan vagas le haya hecho bailar la cabeza a tantos en el mundo- no tiene pero es que nada de malo. Qué mejor que si uno en su única lectura del año se topa con un artefacto tan condimentado y modular como un juego de limpieza facial, dando con una historia sinuosa que cruza todo y nada; donde aparecen los templarios, Da Vinci y sus obras que recordamos de las clases del colegio sobre el Renacimiento, Jesucrito y su posible desliz, sectas perversas que flagelan a sus miembros. Todo en una cocinería de chismorreo que deja un buen gusto de "qué buena trama, qué cantidad de elementos" que empachan el paladar del lector no avisado.
Como si hiciese falta, Howard a escena
La irritación es un garantía cuando Ron Howard, la versión cinemtográfica de Dan Brown -o sea igual de ñoño y poco talentoso pero con más suerte- decidió que era tiempo ya de trasladar la historieta al cine, colocándola en la plataforma de exhibicionismo insufrible que sólo el cine puede hacer y que, como si hicese falta, si 20 millones de lectores se fascinaron con las claves "esotéricas" ideadas por Brown, ahora 100 millones más tendrán a su disposición los antecedentes de una obra "que ofende la fe de los cristianos" en la pantalla grande y con pop corn a la mano.
La prensa y el circo mediático están listos. Se inician los reportajes, las citas, las entrevistas a teólogos, directores de fundaciones, presbíteros, que alertan sobre los límites de la ficción, sobre la necesidad de estar alertas. Los feligreses, que alguien se acuerde de ellos por favor, lloran y patalean que ya basta de blasfemias.Yo estoy de acuerdo: Tom Hanks desde Forrest Gump nos escupe en la cara con sus películas años tras año. Tom ya es más que suficiente.
Entran, cómo no, los defensores de la libertad de expresión, los albaceas del arte-bodrio enfurecidos por la censura, por lo maquaivélico de una sociedad que no acepta la divergencia. Su acumulan más y más fojas e imágenes, hasta que un día, un bello día por cierto, una gran explosión de hastío definitivo sepultará el "Caso Da Vinci" y todo volverá al archivo de las extravagancias y antojos de la industria del entretenimiento. Nos aburriremos durante un tiempo y, oh, oh, vendrá la bienaventuranza de una nueva discusión entre el fundamentalismo añejo y el mercadeo de pastiches.
Alguna vez valió la pena
A fines de los ochenta el alboroto fue importante con "La última tentación de Cristo" y ni qué decir con "Los Versos Satánicos", con cerca de cien muertos entre traductores y editores de Salman Rushdie y los 47 tipos que tuvieron la mala ocurrencia de hospedarse en el mismo hotel turco que uno de los traductores del escritor indio, todos cortesía de los preclaros seguidores del Islam.
Hay una cosa que diferencia aquellas bataholas de esta chapuza de fin de semana. Antes, las obras cuestionadas y sus autores merecían apoyo, gestos de defensa ya fuese por dignidad, respeto al valor de la invención honesta o por tirria al conservadurismo. Hoy solo dan ganas de bostezar y arquear la mirada cada vez que recordamos a los mercanchifles Howard y Brown cobrando una y otra vez sus suculentos cheques y al cura Valente pidiendo respeto para lo "que más ama en el mundo".
2 Comments:
Qué quiere que le diga, Johann Sebastian. Es la crueldad de las frías matemáticas. Una novela (y su adaptación cinematográfica) de poca monta, más una espiritualidad de poca monta, resultan en una polémica adivine de qué tipo.
Ahora bien, el lado amable. Prefiero una rosca de mal gusto donde nadie salga herido, que una polémica más apasionente donde vuelen a centenar de editores.
Es el precio que se paga por la calma social. La fomedad. El precio por leer una buena novela, escuchar un gran disco o ver una película de aquellas arrellanado en el berger, junto a la chimenea. Con calma, amplitud de miradas y lujos por el estilo.
Hay que convivir con la mediocridad no más. Eso sí, hay que darse la licencia de pegarle cachamales y ponerle chicles en el asiento, para hacerle la vida imposible.
Buen artículo Johann. Le felicito.
7:57 a. m.
Sí, acierta usted. Esta es una época de bipartidismo, comisiones mixtas, lánguidos consensos, términos medios; poca chica, poco chancho. No es menor el precio que se paga por evitar que algún descerebrado se le ocurra quemar el Louvre. Bueno, qué tanto, acostumbrarse al tedio es para los hombres anterior incluso a decir "mamá quiero papa"
9:47 a. m.
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