Muchas imprecaciones, arrebatos y quizá por ahí, alguna idea que valga la pena

lunes, octubre 02, 2006

De Jerome David, con amor y sordidez

Y la historia dice que primero hubo una familia. Varios hermanos, padre, madre, todo lo que se acostumbra. Pero un día de muchos, Seymour, hermano mayor del clan, sube a la habitación del hotel que comparte con su mujer, durante unas vacaciones en Florida, y se vuela la tapa de los sesos con un revólver. El Big-Bang salingeriano. Y al igual que en la física cuántica, nuestra labor ha sido y siempre será indagar en todos los minutos anteriores al acto pavoroso de Seymour, con el solo fin de saber qué pasó, por Dios, que pasó.

Leemos los libros de J.D Salinger –el mito más grande de la literatura del siglo XX-, sus apenas cuatro libros, para rastrear en las causas de esa latente y hermosa descomposición emocional de los Glass. Un absoluto e inexplicable instinto de muerte que, como nubarrones otoñales, va cubriendo el derrotero de novelas únicas en retratar la belleza desvaída del estrago vital de un adolescente, de un hombre joven que decide hacerse a un costado.

Se diría que El Guardián entre el Centeno, la primera novela de J. D Salinger, señala en lo grueso sus pretensiones: un joven de intensísimo mundo interior enfrente la pérdida de sentido de su entorno, su inmenso naufragio y la soledad que le depara el no poder encajar dentro de nada. Resultado final: locura.

De aquí en más, entrarían en escena los Glass. Con el manual de uso que significó El Guardián entre el Centeno, podemos llamar a la puerta de la nuestra querida familia. Escudriñar en sus ritos, en sus momentos más íntimos y domésticos, en sus secretas tristezas y frustraciones, en los talentos sorprendentes de cada uno de los niños; pero siempre el acercamiento implica un ahogo, una desesperanza latente provocada por el acto final de Seymour.

Sin embargo, en todo Salinger hay también un arrobamiento intemporal provocado por el júbilo de la infancia y la pubertad; esa creación de un mundo propio como reacción a una hostilidad metafísica, que pareciese estar aquí desde el principio de los tiempos. Y con melancolía inobjetable, leemos y leemos, no sabiendo aún por qué algo, o más bien todo, nos hace tendernos en una sensación plácida de deriva.

Desde la renuncia de Jerome David a continuar contándonos la vida de los Glass, quizá por pudor, dolor o vergüenza, quién diablos sabe, las diáspora glassiana se disemina por doquier. En el cine de Wes Anderson, en las novelas de Jeffrey Eugenides, en el Julius de Bryce Echenique, hay indicios de que los Glass están más cerca nuestro de lo que creemos.

¿En qué andará Buddy? ¿Qué le habrá pasado a Franny? Uh, qué desconsuelo. Desde que los Glass se retiraron definitivamente de la escena, no hemos conocido a nadie a quien podamos encomendarle que salga a buscar un caballo en su lugar, en su único y extraordinario lugar. Así sea.